LA CARNE NEGRA
—Nosotros amigos, ¿sí?
El pequeño limpiabotas puso su sonrisa de ligar y miró al Marinero a los ojos; ojos muertos, fríos, submarinos, ojos sin huella alguna de calor de lascivia, de odio, de cualquier sentimiento que el chico hubiera experimentado alguna vez en sí mismo, o visto en otro, fríos e intensos a la vez, impersonales y rapaces.
El Marinero se inclinó hacia adelante y puso un dedo en el brazo del chico, en la parte interior del codo.
Habló en un susurro apagado, de yonqui:
—Con venas como ésa, chaval, ¡cómo me lo iba a pasar!
Se rió con una risa de insecto negro que parecía cumplir alguna oscura función de orientación, como el chillido del murciélago. El Marinero rió tres veces. Paró de reír y siguió allí inmóvil escuchándose por dentro. Había cogido la frecuencia silenciosa de la droga. La cara se le fue ablandando como si sus pómulos prominentes fueran de cera amarilla. Esperó medio cigarrillo. El Marinero sabía cómo esperar. Pero los ojos le ardían con un hambre espantosa, pura. Giró lentamente su cara de emergencia controlada hasta enfocar al hombre que acababa de entrar. El Gordo Terminal se había sentado y barría el café con ojos neutros, como un periscopio. Cuando sus ojos pasaron sobre el Marinero hizo una mínima señal con la cabeza. Sólo los nervios al aire de la necesidad de droga habrían registrado algún movimiento.
El Marinero alargó una moneda al chico. Se deslizó hasta la mesa del Gordo con sus andares flotantes y se sentó. Estuvieron un largo rato sentados en silencio. El café estaba construido en uno de los lados de una rampa de piedra al pie de un cañón de altas paredes blancas. Los rostros de la ciudad pasaban silenciosos como peces, manchados por adicciones envilecedoras y lujurias de insectos. El café iluminado era una campana neumática desprendida de su cable, hundiéndose en los más negros abismos.
William Burroughs. Fragmento de Almuerzo al Desnudo.
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