domingo, 15 de julio de 2007
Yo hice un pacto con la prostitución a fin de sembrar el desorden de las familias. Me acuerdo de la noche que precedió a esta peligrosa relación. Vi ante mí una tumba. Oí a una luciérnaga, grande como una casa, que me dijo: «Voy a iluminarte. Lee la inscripción. Esta orden suprema no procede de mí. » Una vasta luz de color sangre, ante la cual mis mandíbulas crujieron y mis brazos cayeron inertes, se esparció por el aire hasta el horizonte. Me apoyé contra un muro en ruinas, pues iba a caerme, y leí: «Aquí yace un adolescente que murió tuberculoso: ya sabéis por qué. No recéis por él.» Muchos hombres no hubieran tenido el valor que tuve yo. Mientras tanto, a mis pies vino a tenderse una hermosa mujer desnuda. Con triste gesto le dije: «Puedes levantarte.» Le tendí la mano con la que el fratricida degüella a su hermana. La luciérnaga, a mí: «Cuídate tú, el más débil, porque yo soy la más fuerte. Esta se llama Prostitución». Con lágrimas en los ojos y rabia en el corazón, sentí nacer en mí una fuerza desconocida. Tomé una piedra grande, tras un gran esfuerzo logré levantarla hasta la altura de mi pecho, y la sostuve en el hombro con mis brazos. Escalé una montaña hasta la cima y desde allí aplasté a la luciérnaga. Su cabeza se hundió en el suelo hasta una profundidad de la talla de un hombre; la piedra rebotó hasta alcanzar la altura de seis iglesias. Fue a caer en un lago, cuyas aguas descendieron en un instante, formando su remolino un inmenso cono invertido. La calma se restableció en la superficie, pero la luz de color sangre no brillo más. «Ay, ay», gritó la hermosa mujer desnuda, «¿qué has hecho?» Yo, a ella: «Te prefiero a ti, pues tengo piedad de los desgraciados. No tienes la culpa de que la justicia eterna te haya creado.» Ella, a mi: «Un día, no te digo más, los hombres me harán justicia. Déjame ir a esconder en el fondo del mar mi infinita tristeza. Sólo tú y los monstruos horribles de estos negros abismos no me despreciáis. Eres bueno. Adiós, a ti que me has amado.» Yo, a ella: «¡Adiós! ¡Adiós! ¡Te amaré siempre! Desde ahora, abandono la virtud.» Por eso, oh pueblos, cuando oís el viento de invierno gemir en el mar y sus orillas, o por encima de las grandes ciudades que desde hace mucho tiempo llevan luto por mi, o a través de las frías regiones polares, decís: «No es el espíritu de Dios el que pasa: es sólo el suspiro agudo de la prostitución, junto con los gemidos graves del montevideano.» Niños, soy yo quien os lo dice. Entonces, llenos de misericordia, arrodillaos, y que los hombres, más numerosos que los piojos, digan sus largas plegarias.
podría dormir solo siempre y encontrarme realmente acompañado... hace cuanto experimento semejante compañía? los transtornos elementales a los que me he visto sometido hacen de mi memoria un orificio con salidas diversas, aveces creo que existe un piso firme... arenoso... sin contar con la inclemencia del viento que remueve el poco sentimiento de certeza... sé de lo único que puedo saber... es más dificil vivir que dejarse morir. extraño aquellas tardes de palabras diferentes, de pensamientos punteagudos, asperos, "sinformes", sin manera alguna de descripción. Una cerveza fría pone sinismo necesario en mis palabras, amargas y frías como el sabor de las lineas.
miércoles, 11 de julio de 2007
domingo, 8 de julio de 2007
una gran red de sucias malformaciones crece entre las mentes de los citadinos borrosos, angustiados por nauseabundas aguas que rebosan los handenes, grandes cloakas de ruido, miserias dominantes, polarizados entre fuego y calor, el rio seco y las lagrimas en la frente. En los días más tristes de esta tierra, esta ciudad está fuera, cree en los milagros de la piel rostizada por el sol. somos de los mismos que bajaron de los arboles, alimentamos el asfalto y volvemos a subir... como agua turbia en cloaka reprimida.
capitulo escogido. el almuerzo al desnudo. william burroughs
EL EXTERMINADOR HACE UN BUEN TRABAJO
El Marinero tocó suavemente la puerta, siguiendo los dibujos de roble pintado con lento deslizarse, dejando delicadas espirales de húmedo polvo iridiscente. Su brazo se coló por una abertura. Corrió un cerrojo interior y se apartó para que entrara el chico.
Pesado, incoloro olor a muerte llenaba la habitación vacía.
—Este antro no se aireó desde que el Exterminador lo fumigó debido a las paranoias de la coca, daban picotazos —dijo el Marinero como disculpándose.
El chico lanzó sus sentidos como dardos en alocada exploración. Un apartamento junto al ferrocarril, vibrando con silencioso movimiento. Junto a una de las paredes de la cocina un recipiente de metal —¿era exactamente metal?— terminaba en una especie de acuario o depósito medio lleno de verde fluido traslúcido. Objetos mohosos, cosas inservibles de utilidad desconocida cubrían el suelo: un suspensorio destinado a proteger algún órgano delicado, en forma de abanico aplastado; bragueros, algodones y vendas; un yugo en forma de U de piedra porosa color de rosa; pequeños tubos de plomo abiertos por uno de los extremos.
Las corrientes de movimiento de los dos cuerpos agitaron hedores estancados; atrofiado olor juvenil de vestuarios polvorientos, cloro de piscinas, semen reseco. Otros olores se enroscaban en volutas color de rosa alcanzando puertas ignoradas.
El Marinero buscó bajo el fregadero y extrajo un envoltorio que se deshizo y se deslizó entre sus dedos convertido en polvo amarillo. Colocó cuentagotas, agujas y cuchara sobre una mesa llena de platos sucios... pero ninguna antena de cucaracha palpó las migas de pan en la oscuridad.
—El Exterminador hace bien su trabajo —dijo el Marinero—. Casi demasiado bien, en ocasiones.
Hundió la mano en una lata cuadrada de polvo amarillo de insecticida pyrethrum, y sacó un paquete plano envuelto con papel de arroz rojo y dorado.
«Como un paquete de petardos», pensó el chico. A los catorce años había perdido dos dedos... Un accidente con fuegos artificiales el cuatro de julio... después en el hospital, la primera caricia, silenciosa, posesiva de la droga.
—La cosa explota aquí, chico. —El Marinero se llevó la mano a la nuca. Se abrió de piernas obscenamente mientras abría el paquete, un completo atadijo de cartones y cuerdas.
—Heroína pura al cien por cien. Apenas quedará alguien vivo... y es toda tuya.
—Entonces, ¿qué quiere usted de mí?
—Tiempo.
—No entiendo.
—Yo tengo algo que tú quieres —su mano tocó el envoltorio. Se dirigió a la habitación de enfrente, su voz remota y difusa—. Tú tienes algo que yo quiero... cinco minutos aquí... una hora en otro sitio... dos... cuatro... ocho... Quizá me esté adelantando... Cada día muero un poco... Es preciso tener tiempo.
Volvió a la cocina. Su voz sonora y clara.
—Cinco años cada uno. En la calle nadie hace mejor precio —tocó con el dedo la línea divisoria de la nariz del chico y añadió—: Justamente la mitad.
—Señor, no sé de qué me está hablando.
—Ya lo sabrás, hijo mío... en su momento.
—De acuerdo, ¿qué debo hacer?
—Entonces, ¿aceptas?
—Sí, bueno... —miró el paquete—. Sea lo que sea, acepto.
El chico sintió una descarga atravesándole la carne. El Marinero le colocó una mano sobre los ojos y sacó un huevo escrotal de color rosa con un ojo cerrado, latiendo. Negra piel ardía dentro de la carne translúcida del huevo.
El Marinero acarició el huevo con desnudas manos inhumanas —largos zarcillos negro-rosados, gruesos, fibrosos, nacían de las yemas de unos cortos dedos. El miedo a la Muerte y la respiración, deteniendo la circulación de su sangre. Se apoyó contra una pared que pareció ceder ligeramente. Recuperó el centro focal de la droga.
El Marinero estaba calentando un chute.
—Cuando llegue el momento estarás ahí, ¿verdad? —dijo tanteando la vena del muchacho, acariciando su carne de gallina con dedos de vieja. Clavó la aguja. Una orquídea roja floreció en la base del cuentagotas. El Marinero apretó la goma observando cómo entraba la solución en la vena del chico, sorbida por silenciosa sangre sedienta.
—Jesús! —dijo el chico—. Nunca me había picado nada como esto.
Encendió un pitillo y observó la cocina, estremecido por la necesidad de azúcar.
—¿No te colocas tú? —preguntó.
—¿Con esa leche azucarada de mierda? La droga es una calle de dirección única. No tiene regreso. Jamás se puede volver.
Me llaman el Exterminador. Durante un breve punto de intersección desempeñé ese trabajo y asistí a la danza del vientre de las cucarachas ahogadas por el polvo amarillo del py-rethrum («Difícil de conseguir ahora, señora... la guerra. Le dejaré un poco... dos dólares»). Regaba con el producto grandes chinches pegadas al empapelado color rosa de siniestros hoteles para gente de teatro en North Clark y envenenaba a las ratas, ocasionales comedoras de cachorros humanos. ¿Y tú no?
Mi cometido actual: encontrar a los que aún viven y exterminarlos. Pero no los cuerpos, sino los «moldes», ya entienden —¡ah! olvidaba que no pueden entender—. Quedan sólo unos pocos. Pero bastaría con uno solo para que se estropease. El peligro, como siempre, procede de los agentes que se han pasado al otro bando: A. J., el Somatén, el Armadillo Negro (portador de tripanosomas de la enfermedad de Chafas, no se ha bañado desde la epidemia de 1935 en Argentina, ¿recuerda?), y Lee y el Marinero y Benway. Y sé que hay algún agente por ahí fuera esperándome en la sombra. Porque todos los agentes se pasan al enemigo y todos los de la resistencia se venden...